Los Secretos: mezcla de talento y cabezonería.
A finales del siglo pasado,
cuando proliferaban fórmulas televisivas donde se aupaba a la fama a chavales
sin bagaje musical, mostrando una simetría quimérica entre cierto talento y
reconocimiento público, justo en este momento, Los Secretos recibían el golpe
más duro como banda de todos los leñazos que ya habían recibido con
anterioridad: la muerte de Enrique Urquijo.
Evidentemente, la coincidencia cronológica
entre ambos hechos no es más que un mero contexto temporal, pero nos sirve para
mostrar la diferencia entre dichas tendencias de artistas programados con la
finalidad de irrumpir en un espacio mainstream, y los grupos supervivientes a
su historia personal como banda, hijos de sus aciertos y errores, que han
encontrado la excelencia artística en sus propias cicatrices.
Por eso el “Siempre hay un precio” de Álvaro Urquijo es una crónica urgente
para entender las penurias anímicas y a menudo económicas de quienes han
luchado como jabatos para salir a los escenarios con el público ganado de
antemano. Un camino donde se humaniza hasta un naturalismo explícito las
movidas musicales de los ochenta heridas por la heroína, donde las persones
excepcionales se mezclan con mediocres aprovechados, donde vemos altibajos
artísticos propios de un grupo que trató la muerte y la enfermedad demasiado
pronto, que construyen, sin ninguna duda, una apología superlativa acerca de la
necesidad de persistir con la mezcla de un talento sublime y la cabezonería del
que se sabe cómo único acreedor de sus propias esperanzas.
En definitiva, hay historias
individuales capaces de tener un prisma de colectividad compartida, y esta
crónica de Álvaro Urquijo no deja de ser un relato singular que nos lleva a
contemplar el país en su conjunto, y es que Los Secretos, como todos nosotros
en nuestros campos vitales, son un referente musical a pesar de su historia, o seguramente
también, gracias a la misma.
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